jueves, 25 de junio de 2015

LORCA, EL INDOMABLE

"El hom­bre no es una sim­ple brizna de hierba, sino un nave­gante". Podría ser este verso la clave sim­bó­lica de El público, una obra difí­cil y mis­te­riosa que Fede­rico Gar­cía Lorca escri­bió en Cuba, justo des­pués de su viaje a Nueva York, durante una época de intensa expe­ri­men­ta­ción artís­tica. Ahora, el com­po­si­tor Mau­ri­cio Sotelo y el libre­tista Andrés Iba­ñez, junto al escul­tor y esce­nó­grafo Ale­xan­der Pol­zin, han aco­me­tido el desa­fío de trans­for­marla en una ópera para el siglo XXI, y la posi­bi­li­dad de acce­der a este desa­fiante uni­verso en el Tea­tro Real, donde ha sido estreno mun­dial, con­cluye mañana.
El espec­ta­dor ha de ser osado nave­gante por este mar bra­vío y surrea­lista. Por­que es ésta una“obra para ser sil­bada”, como dijo el pro­pio Lorca, quien con­tem­plaba, soñaba y tam­bién enten­día El público más en tér­mi­nos musi­ca­les que lite­ra­rios. Par­ti­mos de un direc­tor de tea­tro (José Anto­nio López) casado con una mujer (Gun-Brit Bark­min) para inten­tar olvi­dar su pasado homo­se­xual, que pre­para una repre­sen­ta­ción de Romeo y Julieta hasta que su anti­guo amante Gon­zalo (Tho­mas Tatzl) reapa­rece y le hace sen­tir que está enga­ñán­dose a sí mismo, ins­tán­dole a hacer un tea­tro bajo la arena, es decir, poner de relieve los temas que de ver­dad le ata­ñen por mucho que resul­ten pro­vo­ca­ti­vos en el con­texto esté­tico y moral de la época. Y la reso­lu­ción lor­quiana es la muerte final del amante.
Fotografías: Javier del Real.
Foto­gra­fías: Javier del Real.
Pudiera pare­cer sen­ci­llo el dotar al con­flicto de una linea­li­dad narra­tiva fácil de asi­mi­lar. Pero es un texto que no está pulido. De haberlo estado, “El público sería hoy una obra mucho más clara y más per­fecta (todo el tea­tro de Lorca tiene una enorme cali­dad for­mal), pero habría per­dido, quizá, gran parte de su con­te­nido tur­ba­dor y enlo­que­cido: sería menos música y más lite­ra­tura”, en opi­nión del libre­tista Andrés Ibá­ñez. De modo que cabe ima­gi­nar, con el argu­mento de que es un pri­mer borra­dor sin una cla­ri­dad for­mal y racio­nal, que entra­mos direc­ta­mente en la mente de Lorca, pene­tra­mos en sus oque­da­des más tur­bias, en lo más latente de sus inquie­tu­des, de sus ins­tin­tos.
Los caba­llos, que en el poeta sig­ni­fi­can la viri­li­dad, el ins­tinto más fiero del ser humano, apa­re­cen como el leit­mo­tiv de la obra en la figura de unos can­tao­res semi­des­nu­dos (Arcán­gel, Jesús Mén­dez, Rubén Olmo) que bai­lan fre­né­ti­ca­mente el fla­menco moviendo sus alo­ca­dos cabe­llos rubios al aire y piso­teando las tablas con unos taco­nes blan­cos y gro­sos, que hacen las veces de pezu­ñas. La orquesta, como explica el com­po­si­tor de esta ópera, Mau­ri­cio Sotelo, está for­mada por treinta y cua­tro músi­cos, y su sono­ri­dad se pro­yecta en el espa­cio del Tea­tro Real por un sis­tema de treinta y cinco alta­vo­ces, donde fluye otro de los aspec­tos fun­da­men­ta­les: la elec­tró­nica. “Gerard Mor­tier, el direc­tor artís­tico que ideó con­ver­tir El público en ópera, de cuyo falle­ci­miento acaba de cum­plirse el año, creía que este com­ple­jí­simo texto lor­quiano sólo podría ser com­pren­dido en toda su dimen­sión a tra­vés de la música”. Es la fusión del fla­menco más des­ga­rra­dor con las arias deli­cio­sas de los teno­res y las sopra­nos lo que redon­dea la genia­li­dad del empaste y el equi­li­brio de soni­dos en un estilo único.
Alcanza casi las tres horas de dura­ción, divi­dida en cinco cua­dros. En esta estruc­tura de El público“no sólo tene­mos una de las gran­des crea­cio­nes del surrea­lismo espa­ñol, sino tam­bién una de las gran­des crea­cio­nes de nues­tro casi inexis­tente roman­ti­cismo”, en pala­bras de Ibá­ñez; y, por supuesto, una ópera del siglo XXI, donde son pal­ma­rias unas sen­si­bi­li­da­des y unas vigas narra­ti­vas que des­co­lo­can com­ple­ta­mente a quien acuda con una idea de lógica y racio­ci­nio. Se trata de ver el mundo a tra­vés de lo intan­gi­ble, las pul­sio­nes y los sufri­mien­tos; inten­tar com­pren­der la vidamirando con muchos ojos las muchas reali­da­des.
El-publico-5785
J. R. / Tea­tro Real.

Hay cubismo: con un fondo de espe­jos, se cua­dri­plica la escena de la muerte de Gon­zalo, una suerte de Jesu­cristo subido a una silla de metal que está res­pal­dado por un gran número de mano­las con velo­nes que se repi­ten irreal­mente en el espejo. A este Cristo lo van pin­tando de san­gre unos ciru­ja­nos ves­ti­dos de batas de látex (muy al estilo de Lady Gaga por­que el ves­tua­rio de El públicoha estado a cargo de Assaad Awad, dise­ña­dor de la can­tante). Tam­bién apa­rece refle­jado en el espejo el pro­pio espec­ta­dor, las buta­cas y los pal­cos. Lorca explicó que la obra tenía ese título por­que era “el espejo del público”, es decir, que los asis­ten­tes lle­ga­rían a ver en ella sus deseos, pre­jui­cios y mie­dos. No es casual que justo en esa escena en que el audi­to­rio forma parte del esce­na­rio, retumbe de repente un gong en el palco cen­tral, con un leve encen­der de las luces del público, y un pál­pito tam­bién en los cora­zo­nes, refle­ja­dos como un mar de sueño, un mar de tie­rra blanca y los arcos vacíos por el cielo.
Uno de los tan­tos ver­sos, una de las tan­tas cla­ves que atan o abra­zan el sim­bo­lismo de este com­pen­dio de plas­ti­ci­da­des con­cep­tua­les que con­vier­ten a El público en tea­tro de tesis, según el libre­tista, quien la define como una pieza con “todas las posi­bi­li­da­des del len­guaje, de la inte­li­gen­cia, con­cien­cia y sen­si­bi­li­dad humana; desde la dis­cu­sión filo­só­fica a la can­cion­ci­lla popu­lar, desde la obs­ce­ni­dad hasta la más intima ter­nura, desde la expo­si­ción de ideas hasta la explo­sión de imá­ge­nes ver­ba­les”. Inmersa en una dimen­sión inte­rior y abs­tracta, esta ópera sub­raya los indo­ma­dos ins­tin­tos de un Lorca que nos legó el borra­dor de las pul­sio­nes, sin darle forma defi­ni­tiva; la prueba sin acla­rar de la que­ren­cia sen­ti­men­tal y ani­mal del ser humano. Que apunta a com­pren­der, sintiendo.


ANTONIO FERNÁNDEZ JIMÉNEZ

viernes, 15 de mayo de 2015

El abrazo infiel', de Olvido Hormigos

Un nombre se suma a la avalancha de personajes televisivos que arrasa las mesas de novedades: Olvido Hormigos, que publica El abrazo infiel en RBA. Hormigos no presenta un telediario, un programa de debate o un concurso, ni protagoniza una serie de éxito: la concejala socialista alcanzó la fama tras filtrarse un vídeo sexual que había enviado a su amante, un futbolista de Los Yébenes (Toledo), el pueblo en el que ambos vivían. Este hecho apartó a Hormigos de la política y la enseñanza, sus profesiones y aparentes vocaciones, facilitándole una nueva carrera profesional en la televisión —colaboró en Sálvame y se peleó con la escritora Lucía Etxebarria enCampamento de verano— y, por lo que se ve, en la literatura.
El abrazo infiel cuenta una historia de amor y sexo protagonizada por Adriana, una mujer que —en palabras de la autora— busca la libertad en un mundo machistaOlvido Hormigos ha insistido en desligar las aventuras y desventuras de Adriana de las suyas propias, insistiendo en que El abrazo infiel no es una novela autobiográfica —aunque el episodio inicial guarda un parecido considerable con el vídeo de marras, y uno de los personajes de la novela se inspira en ¡Belén Esteban!—. También ha querido separar su novela de la saga Cincuenta sombras de Grey, no vaya a ser.
Si sorprendió el anuncio de la publicación de El abrazo infiel en RBA, más ha chocado la rapidez con la que llega a librerías: entre aquella primera nota de prensa y el anuncio firme de la edición del libro —con Olvido Hormigos posando desnuda en la cubierta— apenas ha transcurrido un mes. La escritora debutante aclara que escribe un diario personal desde hace años, y que es lectora habitual; el último título al que se ha acercado, La triste historia de tu cuerpo sobre el mío, de Marwan. Aún no sabemos si merecerá la pena acercarse a El abrazo infiel sin prejuicios, siOlvido Hormigos justifica —o no— todas las dudas, o si se trata de unos de los inicios más confusos de carrera literaria que recordamos.

martes, 21 de abril de 2015

'Dios no tiene tiempo libre'

Porque en muchas ocasiones importan más las historias que se cuentan que las vías para compartirlas, Dios no tiene tiempo libre —la nueva novela de Lucía Etxebarria— se conoció antes como obra de teatro. Estrenada en una sala independiente el año pasado, producida y dirigida por la propia autora, esta historia de corrupción —y amor— vuelve ahora a su formato original: el libro.
David, un actor que lo tuvo todo y lo perdió todo, recibe un encargo inesperado: visitar a Elena, que fue su novia de juventud, más tarde casada con un político corrupto. Elena agoniza en una habitación de hospital y su prima Alexia, millonaria cuya fortuna proviene de las inversiones inmobiliarias de su exmarido, es quien realiza el encargo. El cruce de seducción, engaño, mentiras y traiciones entre el trío David-Elena-Alexia saca a la luz lo mejor y lo peor de cada uno.
Dios no tiene tiempo libre analiza los mecanismos de la corrupción desde lo particular a lo general, desde las pequeñas corruptelas del día a día hasta las grandes tramas políticas. Pero habla sobre todo de amor, de redención, de la capacidad de elegir o de decir que no, con el habitual tono —entre lo irónico y lo poético— de Lucía Etxebarria.
Lucía Etxebarria es licenciada en Filología y Periodismo y doctora en Letras por la universidad de Aberdeen. Ha escrito novelas, cuentos, libros de poesía, guiones de cine, cuentos para niños y ensayo político, literario y feminista. Ha publicado más de veinte libros traducidos a más de veinte idiomas. Es miembro de la Academia de Cine. Ha ganado el premio Nadal, el Primavera, el Planeta, el Barcarola de Poesía y el Lazio (concedido por el Ministerio de Cultura italiano) a la mejor novela extranjera. Escribe en prensa cuando le dejan y habla en la radio en el gabinete de Julia Otero. El suplemento cultural de Le Fígaro dijo de ella que era la voz española más potente de su generación.

viernes, 17 de abril de 2015

'Sumisión', de Michel Houellebecq

Los caminos de Michel Houellebecq son inescrutables y siempre garantizan el rodeo y la polémica. Sumisión, su novela más reciente, salió a la venta el mismo día del atentado contra el semanario satírico Charlie Hebdo: la actualidad ha acelerado su publicación en España —de la mano de Anagrama, su casa habitual— de 2016 a otoño de este año y, finalmente, el mes de mayo. Ya podemos mostrarte su cubierta.
Sumisión muestra a un protagonista, François, cuya actitud vital no sorprenderá a los lectores habituales deMichel Houellebecq: profesor universitario, soltero, alcohólico y más misógino que machista, que ya es decir. La novela transcurre en la Francia de 2022, cuando el PS (socialista) y la UMP (conservadora) deciden evitar que el Frente Nacional se haga con el poder, apoyando al segundo partido del país, la Fraternidad Musulmana. Esto implica que la religión musulmana centre la vida pública de Francia, expulsando a las mujeres del espacio público y encerrándolas en el hogar, algo que provoca un exilio masivo del país pero, se imaginará el lector, entusiasma a François, que se convierte al islam.
Laurent Joffrin, director de Libération, interpretó como un apoyo de Michel Houellebecq que el escritor desarrollara en Sumisión la amenaza sobre la que Marine Le Pen —presidenta del Frente Nacional— insiste para respaldar sus argumentos. En cambio, el filósofo judío Alain Finkielkraut apoyó al escritor y su novela Sumisión en Le Journal du Dimanche —de derechas—, destacando que Houellebecq se ha limitado a poner por escrito un futuro de Francia que, aunque no es seguro, sí es plausible. El propio Michel Houellebecqha admitido que la realidad que dibuja en Sumisión es poco verosímil, reivindicando su irresponsabilidad. En unas semanas podremos leer para juzgar.

miércoles, 15 de abril de 2015

La vida sin armadura Alan Sillitoe

¿Recuerdan aquella angustiosa batallita abuelil del yo con cinco pesetas iba al cine, merendaba, me compraba cuatro caramelos y ahorraba para que tú ahora puedas estar ahí sentado comiendo pan con Nocilla con tu carita de clase media bien alimentada? En La vida sin armadura, Alan Sillitoe, desde el trono de escritor consagrado que ha llegado a la cúspide salido del lodazal más inmundo de la Inglaterra obrera de posguerra, nos cuenta su vida a golpe de correazo de padre analfabeto, desgranando uno a uno cada penique que ganaba, cómo lo conseguía y en qué lo gastaba, pero ahorrándose el tono aleccionador, simplemente con la ligereza de alguien para quien la miseria fue algo innato y no necesariamente traumático.
El autor de La soledad del corredor de fondo rechazaba que se le identificara con la figura del escritor proletario, pero su biografía, sencilla y franca, en ocasiones toma el encantador cariz del libro de cuentas de un ama de casa en apuros, detallando pagas semanales, precios de libros y alimentos. Incluso cuando el niño de barrio deprimido de Nottingham se transforma en un joven aspirante a escritor que vive en una comunidad de artistas en la isla de Mallorca y que se mantiene gracias a la pensión del ejército (concedida tras haber enfermado de tuberculosis en Malasia) la posibilidad de comer naranjas gratis o el pago de cada uno de los alquileres quedan patentes al final de cada anécdota. Hay un párrafo especialmente remarcable en este sentido, en el que el autor y el lector suspiran de alivio al unísono, y es cuando, tras años de luchar por la publicación de un libro, la rueda del éxito empieza a girar, y es justo ahí cuando la pensión del ejército deja de fluir. Sillitoe afirma que siempre pensó que un responsable anónimo de las pensiones del ejército, de alguna manera estuvo ocupándose en la sombra de que la pensión fuese renovada una y otra vez, en una especie de mágico mecenazgo en la sombra, hasta que el cachorro estuviese listo para andar por sí mismo.
Sillitoe no tiene piedad con nadie: describe a su padre como la inteligencia de un niño de 10 años en el cuerpo de un animal, y narra las penurias para seguir adelante en toda su crudeza. Cuando se trata de sí mismo, tampoco se da demasiado respiro, y relata con sorna su propia ineptitud literaria: Mi hermano Brian, a quien había enviado una copia, me la devolvió diciéndome que, en su opinión, que el camarero lleve a la mesa un pedido de ocho pintas, tres vasos, dos ginebras con naranja, ron, whisky y tres paquetes de cigarrillos Woodbine desde la barra, no es realista, porque no podría llevarlo todo en una bandeja. Y lo que de verdad brilla entre la mugre de su relato es precisamente esa falta de resentimiento, la ligereza para seguir viviendo, la fuerza de quien reconoce su propia estupidez, pero también intuye su propio talento, y camina con uno en cada mano, tambaleándose.
Al final, cuando ya es el pionero de la literatura obrera británica y sus libros Sábado por la noche, domingo por la mañana y La soledad del corredor de fondo son exitosas adaptaciones cinematográficas, el escritor británico rememora la barrita de mantequilla recién hecha que compra en la tienda del pueblo al que se ha retirado para seguir escribiendo con la delectación de un niño pobre frente a una golosina, y afirma:No sentir ansiedad con respecto al dinero parecía la única confirmación del éxito.